Había una vez una Gran Luz, tan misteriosa que nadie podría decir cual fue su origen, aunque sí se sabe que en la más remota antigüedad que el hombre sea capaz de recordar era todo cuanto existía, pues nada había fuera de ella.
Y ocurrió que, ensimismada en su propia naturaleza, fue concentrándose cada vez mas en Ella misma, hasta el punto en que sintió la necesidad de expandirse, y así, se dejó ir a sí misma en una profunda exhalación, produciendo una gran explosión de luz y sonido que en su viaje fue creando todo cuanto existe.
La Luz, contemplando lo que acababa de crear, vió que era bueno y lo amó, y se amó, y se recreó en su acto. Dicen, que esa Luz sigue cuidando de su creación y no la deja ni por un instante.
Y érase una vez, en un tiempo casi ya fuera del tiempo, unas pequeñas chispas de luz que estaban comenzando a darse cuenta que habían estado hipnotizadas por la ilusión de creerse independientes y separadas de todo cuanto creían no eran ellas.
Entre ellas había chispas de todos los colores, desde las rojas mas brillantes y divertidas hasta las doradas que tantas cosas sabían, pasando por las preciosas chispas rosas, tan amorosas ellas, y las voluntariosas chispas azules que tantas veces se agotaban en sus esfuerzos. Las había expansivas y también tímidas, unas necesitaban que los demás las contemplaran y les dijeran lo bellas que eran, no acababan de confiar en su propio valor, mientras otras, en su inseguridad, no se atrevían a expandir su luz y se la reservaban en lo más intimo, intentando que nadie la viera.
Y había una chispa que según el momento lucía un color u otro, aunque le encantaba el violeta, y alrededor de ella, poco a poco, fueron reuniéndose todas y ella les contaba cosas y les hablaba de lo que la Gran Luz le transmitía. Y todas escuchaban, algunas chispas filtrándolo todo, otras entre cabezada y cabezada, otras desde el corazón, pero había una fuerza en ella que hacía que poco a poco todas fueran venciendo sus miedos y sus resistencias y se fueran a atreviendo a lucir con luz propia, o a emanar su propia luz, como queramos decirlo.
El tiempo de la Luz había llegado, y estaban entrando ya en un espacio intemporal en el que ya no había tiempo. Era el momento de actuar, de poner en práctica, de dar testimonio, cada chispa con su luz, con su color y con su sonido, teniendo esta vez muy presente que esa diferencia no era sino las distintas emanaciones de la única y gran Luz, que se continuaba manifestando en cada una de ellas. Realmente, ellas, por sí mismas, ni existían.
Mientas tanto, la Gran luz se contempla contemplándolas, y se derrama sobre ellas como fina lluvia, para que cada una pueda lucir en su propio color. Juntas forman un hermoso arco iris…
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