18 enero 2012

LA FELICIDAD, por Phap Dund

"La felicidad es contagiosa".  Phap Dung, que abandonó su carrera de arquitecto para hacerse monje budista zen, explica en esta entrevista cómo disfrutar más y sufrir menos.


En Plum Village, el monasterio cerca de Burdeos (Francia) donde vive Phap Dung, suenan campanas a cada rato. Y, cuando lo hacen, todo se detiene, en una peculiar versión del escondite inglés. El objetivo es cultivar “mindfulness” o atención plena, lo que él define como “la energía que nos ayuda a estar completamente presentes en la vida”.

Entre otras cosas, esto significa romper la arraigada tendencia de darlo todo por hecho. Abres el grifo y sale agua caliente, por ejemplo, pero el día que se produce una avería, muchos de nosotros nos subimos por las paredes. “La atención plena te ayuda a romper con esa manera de ver tan rutinaria, a apreciar el agua caliente cada vez que abres el grifo. Así puedes disfrutar de cada acto, por sencillo que sea, hasta de atarte los zapatos. Piensa que llegará el día en que no podrás agacharte con tanta agilidad”, señala Phap Dung.

El monje de 42 años, que en su otra vida trabajaba como arquitecto en Los Ángeles (California, EEUU), participa en el retiro sobre atención plena y educación que acaba de concluir en Plum Village, cuartel general del maestro Zen, escritor y activista nominado para el Nobel de la Paz Thich Nhat Hanh.

Acaba de participar en el retiro con una presentación sobre las relaciones personales. ¿Qué tiene que ver la meditación con las relaciones?

La mayoría de nosotros no disponemos de herramientas apropiadas para solucionar los conflictos familiares, de donde surgen luego todos los demás. Puedes vivir con tu familia sin estar realmente ahí. La meditación no es sólo mirar a una pared; también consiste en ser capaz de sentarte a hablar con tu familia con la concentración, compasión y energía necesarias para solucionar conflictos sin herir a nadie. La meditación es una herramienta que permite frenar, estar presente y observar las cosas con más profundidad, en lugar de correr detrás de todo tipo de estímulos. Alguien que medita está en calma, concentrado… puede convertirse en un refugio para la otra persona.

Usted es un monje célibe. No parece la persona más apropiada para hablar de relaciones.

Convivo con otros monjes y monjas. No importa que se trate de un matrimonio, de relaciones familiares o de amistad. Es siempre lo mismo. Por otro lado, la gente cree que los monjes estamos aislados del mundo. Pero es al contrario: antes estaba tan ocupado que no tenía tiempo de observar cómo actuaba. Pero ahora sé que para relacionarme con mis semejantes tengo que aprender a estar en calma, compartir, estar presente… los ingredientes básicos con los que construyes una relación.

Ahí fuera está lleno de estresados con grandes dificultades para escuchar.

Tenemos mucha tensión en el cuerpo y en la mente. Las prisas y el parloteo incesante en la cabeza traen estrés. Se trata de volver una y otra vez a la respiración, identificar cada inhalación como inhalación, cada exhalación como exhalación. Si la mente está ahí, en la respiración, deja de dar vueltas alrededor de otras cosas de fuera. En la sociedad hacemos lo contrario. Los jóvenes no son capaces de estarse quietos ni un momento. Quieren chequear su móvil o su e-mail constantemente. Les digo: ´relájate, no te estás perdiendo nada. Todo continuará ahí cuando vuelvas a encenderlo´. Están constantemente pensando en lo siguiente. Pero la vida sólo transcurre en el presente.

Incluso cuando estamos esperando, sin hacer nada, estamos estresados. Lo veo en el aeropuerto, por ejemplo. Estás rodeado de gente ansiosa, pegada a su teléfono y su ordenador. Pero si es un tiempo de espera, ¿por qué no te relajas? Pero en nuestra sociedad eso se vive como lo normal. Estar constantemente corriendo es lo normal.

Supongo que era de los que corría, de los ansiosos, antes de hacerse monje.

Desde luego. Los Ángeles es una ciudad muy dura, y yo llevaba una vida social intensa. Si te quedabas en casa un sábado por la noche, eras un pringado.

Recuerdo bien la primera vez que acudí a una charla de Thich Nhat Hanh. Nunca había experimentado nada parecido: un hombrecillo capaz de transformar la energía de un auditorio de 6.000 personas con el simple sonido de una campana. Todo se quedó en silencio. Fue la primera vez que me sentí verdaderamente en paz.

Y abandonó su trabajo de arquitecto.

Cuando estudiaba, era de los que quería cambiar el mundo. Pero eso se fue quedando atrás. Me di cuenta de que estaba tratando de tener éxito y de conseguir más y más a costa de perder mi humanidad. Trabajé con muchos arquitectos famosos y vi que no eran felices. Entonces supe que tenía que hacer algo; todavía no sabía qué, pero algo.

¿Pero cómo se cambia el mundo desde un monasterio? ¿Y si todos hiciésemos lo mismo?

Entonces –de estudiante– tenía esa ambición de conseguir grandes cambios. Ahora sé que uno tiene que empezar por uno mismo. Ser amable, ser buena gente. Eso es lo primero.

A todo esto, con tanto sosiego y deliberación, ¿se produce algo?

Tenemos muchas pruebas ya de que la multitarea no es buena. Las empresas no sólo buscan cantidad; cada vez más, buscan calidad, y eso no se consigue haciendo mil cosas a la vez.

Por otro lado, observa a los que producen mucho. ¿Son felices? Hay que reevaluar la cultura del rendimiento y el éxito. El deseo de conseguir más y más con frecuencia hace que pierdas tu dirección y hagas daño a otros. La meditación te ayuda a mantener la dirección y concentración sin perder tu humanidad. Cuando no eres feliz, no trabajas bien. La felicidad, por otro lado, es contagiosa.

¿Cómo define esta felicidad?

Una persona feliz se conoce bien a sí misma. Ama vivir. No está atrapada por sus ideas y emociones. Sabe cómo cuidarse. Esto no significa que tenga que estar contenta todo el tiempo, pero sabe lidiar con su sufrimiento.

Antes creía que era feliz cuando recibía cosas de fuera: fiestas, estímulos interesantes. Pero mira: observa este instante. Este es un momento feliz. Estoy vivo. Estoy hablando con alguien que quiere ayudar a otros. Puedo alimentar mi felicidad. Esto no es una constante, no hay que darlo por hecho; es una práctica que puedo cultivar.

Felicidad, disfrute… poco que ver con las palabras que una asocia con un monasterio: renuncia, oscuridad, sufrimiento.

En otras tradiciones, quizás uno acuda a un monasterio para obtener la felicidad en el futuro. Pero mira la vida. Como si fuéramos una flor: floreces, disfrutas del sol, de la lluvia, y después vuelves a la tierra. Como seres humanos, hemos salido de la tierra, estamos vivos, tenemos el regalo de la conciencia. Quizá vayamos al cielo, no sé; para mí esto es suficiente. ¿Quejarse? ¿Querer ir a otro sitio? Observa con atención lo que hay detrás de ese deseo, de esos pensamientos.

Hay gente que cree que vivir en un monasterio es salir corriendo de algo, pero eso es una mala interpretación. En esta tradición, estamos motivados por el deseo de vivir la vida intensamente y ayudar a que otros también lo hagan. Y a quien diga que esto no es normal, le invito a que examine su vida: correr, tratar de acumular más y más, esperar a los 65 años para retirarte y disfrutar de la vida… Aquí, en el monasterio, vivo intensamente todos los días. No tengo que esperar a jubilarme.

La felicidad es contagiosa sí, pero también lo es el miedo. Y de eso sabemos un rato en España, donde en los últimos tiempos se esparce como un virus…

Los medios de comunicación propagan miedo y negatividad. Se cuelan dentro de nosotros. Por eso hay que protegerse, no regar la semilla del miedo que todos llevamos dentro. Es un estado mental que puedes cuidar con lo que lees, con las conversaciones que mantienes, los programas que ves.

En sus charlas habla de la necesidad de no huir del sufrimiento. ¿Qué quiere decir con eso, exactamente?

Huimos de nuestro sufrimiento porque no tenemos suficiente solidez para confrontarlo. Alguien que es sólido es capaz de afrontar la adversidad y los desafíos de forma saludable. Es como en las artes marciales: si te entrenas y continúas practicando, no tienes miedo. Para conseguir fuerza necesitas alimentar tu capacidad de disfrutar de la vida, tu atención, gratitud por lo que tienes… con todo ello construyes claridad y fortaleza. Esto no significa que no padezcas dolor, sino que no huyes: no enciendes la tele, coges un libro, vas al cine, comes comida basura o te drogas para no esquivar tu sufrimiento.

Escapar no es posible, no funciona nunca. Más tarde o temprano te perseguirá. Quizá por la noche, cuando no consigues dormir. Cada sufrimiento que hayas superado te hará ganar en sabiduría, conocimiento, compasión por otra persona. De hecho, no quieres liberarte de todo el sufrimiento, porque una parte de él te hace comprender a la humanidad.

¿Es lo que pretende, desde aquí?

Para mí es suficiente con que sea capaz de ayudar a una sola persona a ser más feliz. Cuando me muera, no me moriré amargado. No contribuiré a propagar el miedo y amargura en este mundo. Esto no es budismo, es humanismo: dejemos de lado la cuestión religiosa, el monasterio. Los humanos sufren; quieren ser felices… sólo se trata de esto.