El Maestro se sumergió en un profundo silencio.
A los pocos minutos, Juan, Zebeo, Felipe el joven y Felipe el apóstol comenzaron a percibir que la cabeza del Maestro se rodeaba de una aureola de luz dorada, que fue extendiéndose alrededor de su cuerpo semi recostado entre el césped y yerbas que cubrían las rocas.
Luego esta percepción se extendió poco a poco a los demás discípulos hasta que por fin se hizo visible para todos.
Luego vieron que esa radiación adquiría una potencia extraordinaria, como ondas de agua luminosa que iban a perderse a lo lejos, en la penumbra de las últimas horas de la noche, iluminada vagamente por la suave claridad de las estrellas.
Sobrecogidos de respeto y de pavor, se habían ido poniendo de rodillas como ante una estupenda manifestación de lo Infinito, del Eterno Enigma, que todos ellos presentían su existencia, pero que nunca percibieron con sus sentidos físicos.
La radiación que rodeaba el cuerpo del Maestro, fue condensándose hacia la parte superior; y de su pecho y su cabeza levemente inclinada hacia el hombro izquierdo, vieron levantarse como una columna de niebla luminosa, que iba a perderse en el éter azul, salpicado de estrellas.
Nunca pudieron los discípulos, precisar el tiempo que duró aquella muda manifestación del contacto del alma del Cristo con la Divinidad. Habían sido tan intensamente felices mientras ella duró, que no fueron dueños de medir el tiempo.
Poco a poco las radiaciones fueron esfumándose y el Maestro volvió en sí, de la profunda meditación en que se había sumergido.
Pedro fue con su elocuente espontaneidad, el primero que comunicó al Maestro lo que percibieron en torno a él, cuando se quedó dormido.
—No dormía —les dijo— sino que oraba. Durante el viaje no pude hacerlo por la natural preocupación de la mente, absorta en las incidencias que van sucediéndose en el camino; pero lo necesitaba tanto mi alma cautiva en la materia, que llegado a este lugar de quietud, me vi obligado a dejarla escaparse al seno del Padre que es Amor.
"Pero esto no os debe causar temor alguno, pues en toda oración intensamente sentida ocurre lo mismo.
"Los ángeles del Señor, encargados de cooperar a la iluminación de las almas destinadas a conducir a la Sabiduría otras almas, habrán obrado dentro de la Ley lo que es posible realizar, para que las verdades divinas sean conocidas de aquellos que las buscan, y con ferviente corazón las desean.
"Para que nuestra alma se sumerja en Dios, no necesitamos postrarnos con el rostro en tierra, ni encerrarnos bajo tas bóvedas de un templo, ni vestir sayo de penitencia con silicios y ayunos.
"Dejamos nada más que nuestra alma busque a Dios por el Amor, y se sumerja en El como un pececillo en el agua del mar, como un pajarillo en el aire, como un átomo de luz en la infinita claridad.
"Tampoco necesitamos de muchas y rebuscadas palabras, porque a Nuestro Padre todo Amor y Piedad, le basta con que nuestra alma le diga en completo abandono hacia El: " ¡Padre mío!... Yo te amo cuanto puede amar una insignificante criatura tuya"... y ni aún necesitamos decírselo, sino sólo sentirlo. El percibe nuestro íntimo sentir y lo recoge en su Amor Soberano, como nosotros recogemos una menuda florecita, cuyo perfume nos avisa que existe…
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